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Primer Caso del Agente Especial Gabriel Antúnez (Nuevo fragmento) por Pilar Monedero-Fleming @MonederoFleming

El juez Olegario Fernández -el Sieso para quienes no lo querían bien, que eran muchos en los Juzgados hocinenses- levantó la cabeza de la resma de papeles que estaba hojeando cuando oyó que alguien entraba por la puerta de su despacho. Puerta que había dejado entreabierta aquella mañana, de modo extraordinario, como deferencia a la visitante que esperaba, pues de costumbre el magistrado era muy celoso de su intimidad y trabajaba encerrado a cal y canto, ya que consideraba su despacho como una especie de santuario administrativo.

-Buenos días, Sonsoles –saludó escueto a la recién llegada: Sonsoles Martín Rivas, la Martínrivas, la médico forense de Entrelashoces. Quien conociese al juez reconocería en el tono de su voz un matiz de bienvenida del todo inusual en él cuando recibía a alguien en su despacho de los Juzgados. Y quien lo conociese mejor, leería, bajo la aparente sequedad del saludo, la necesidad que el Sieso tenía de esconder, de encerrar bajo siete llaves, los sentimientos en ciernes, mucho más que de amistad o aprecio profesional, que albergaba hacia su visitante.

-Escucha esto, Sonsoles, así empieza el informe de la autopsia de Ramón Cañada que me has mandado. -Leyó el magistrado, disimulando lo mejor que pudo la sensación, grata pero turbadora, que la presencia de Sonsoles Martín Rivas le producía invariablemente-: <<Varón, cincuenta y ocho años…>>  -Hizo un inciso el juez-: A Cañada, en el más allá, le debe de estar dando un síncope al ver que, no sólo se ha desvelado por fin el misterio de su edad que él guardaba con tanto celo, ¡ni el de la Santísima Trinidad ha estado tan oculto!, sino que el dato en cuestión circula en un documento que gente como tú y como yo puede leer.

Con algo más de respeto hacia el difunto, pues ejercer la especialidad de medicina forense no implica tener la sensibilidad acorchada, como tantas veces se repetía a sí misma, Sonsoles Martín Rivas hizo la siguiente observación:

-Desde donde esté ahora el espíritu de Cañada, si es que los espíritus existen y están en algún sitio, dudo que le preocupe eso.

-¡Cualquiera sabe! -El Sieso continuó con la lectura del informe de la autopsia realizada sobre el cadáver de Ramón Cañada-: <<Raza blanca>>. -Volvió a interrumpirse:

-Blanco, blanco. No sé que te diga, Sonsoles. Con las sesiones de rayos UVA que debía tomar el finado, tenía más bien el tono de un ladrillo recocido.

-¡Joder, Olegario! –A la forense no le gustaba que nadie gastase bromas a costa de las personas a las que había practicado una autopsia. A “sus muertos”, la forense les tomaba una especie de cariño respetuoso.

<<Bien alimentado>>, prosiguió el juez. <<Dentadura cuidada, incluyendo frecuentes visitas al odontólogo de donde resultan la aplicación de carillas o fundas de porcelana en los incisivos superiores e inferiores y el implante de dos molares. 1,77 m. de estatura, 78 Kg. de peso. Constitución media. Ojos castaños. Rostro rasurado, probablemente a cuchilla, la misma mañana del día de su muerte, a juzgar por el crecimiento del vello facial…>> -El juez levantó la vista del grueso informe forense.

-Hasta ahí bien. Aunque sea abundar en la evidencia –manifestó el Sieso a la autora del texto-. Se trata de la descripción de Cañada. Del cadáver de Cañada, mejor dicho. ¡Cómo si no conociésemos su aspecto! Anda que no tenía yo visto a ese figurín. Día sí, día también, para mi desdicha, me topaba con él por los pasillos de los Juzgados. Pero comprendo que en tu informe debas describirlo con todo detalle.

El juez continuó leyendo en voz baja mientras la doctora Sonsoles Martín Rivas, la médico forense responsable del informe de la autopsia de Ramón Cañada que Olegario Fernández tenía entre sus manos, tomaba asiento sin que fuese preciso que el magistrado se lo indicase. Entre ambos existía una cierta relación de confianza. De complicidad incluso. Posiblemente fuese la forense, junto con el comisario Ramiro Melero, una de las pocas personas con quienes el juez se llevaba bien dentro de su ámbito laboral. Y, yendo aún más lejos, en la entera ciudad de Entrelashoces.

Mientras se sentaba, recogiendo con pulcritud las perneras de sus pantalones para que no formasen rodilleras –no era la forense mujer de faldas, en cualquier momento podían requerirla para trabajos de campo en los que estorbaban medias y tacones- y colocando en una silla junto a sí el bolso y el maletín que portaba, la Martínrivas, como familiarmente llamaban a la médico forense en los Juzgados y en la comisaría de Entrelashoces, observó al pequeño y pulcro juez, que llevaba puestas sus gafas de leer. Como tantas otras veces, al verlo con aquellas gafas de fina montura dorada, a la forense le asaltó una sensación de dejá vu que hacía tiempo había logrado identificar con cierta aproximación. ¿A quién le recordaba el juez con sus gafitas finas, leves bajo las cejas poderosas? Con su aspecto contenido, siempre pulcro y aseado, como sujetando a duras penas una personalidad grande en un cuerpo pequeño, a la Martínrivas, el juez Olegario Fernández, alias el Sieso, le parecía un ruso. Pero no un ruso cualquiera. Ni siquiera un ruso contemporáneo. Un ruso antiguo y especial, algo entre Trotski y Dostoievski. En todo caso, un ruso intelectual del siglo XIX o principios del XX que las hubiese pasado canutas.

A Sonsoles Martín Rivas, el Sieso –aunque ella prefería pensar en él como Olegario- le parecía un hombre muy interesante. Incomprendido por la mayoría de la gente de Entrelashoces, ya que desde que había sido destinado allí parecía haberse declarado una guerra sorda entre la ciudad y el magistrado, lo cual le hacía aún más atractivo y especial a ojos de la forense. Aquella circunstancia prestaba al Sieso “el encanto de los malditos” –dudoso malditismo que sólo Sonsoles encontraba atrayente, y que para el resto de los hocinenses no era tal, sino simple sequedad y mala leche que hacían del Sieso un personaje antipático-. Pero no podía la forense permitirse el lujo de hacerse ilusiones acerca del juez. Su reciente divorcio la había dejado lo suficientemente machacada como para no querer, ni por asomo, asumir el riesgo de cometer el error garrafal de obsesionarse por alguien con quien no la unía nada que no fuese una buena relación profesional. Un hombre tan austero, severo casi, como el juez Fernández, se le presentaba a la forense como un objetivo inalcanzable. Mejor no pensar en él más que como en un amigo; en un casi amigo, más bien.

<<…Su cuerpo no presenta ninguna señal identificativa –natural o artificial- de especial relevancia: marcas de nacimiento, cicatrices, lunares, tatuajes, piercing… que lo caractericen especialmente…>> Prosiguió el Sieso con el informe de la autopsia de Ramón Cañada.

Al leer esto, al magistrado se le escapó una risotada. Imaginar al chulito repulido de Cañada con un tatuaje carcelario o un piercing macarra ocultos bajo los trajes de marca que siempre llevaba era demasiado para él.

-Chica, Sonsoles, ¡no sé por qué te molestas en poner esto! Será parte del protocolo de la autopsia, supongo. Porque tú me dirás a qué viene especificar con tanto escrúpulo si el cuerpo de la víctima tiene o no tiene señales identificativas, si todos sabemos de sobra que es el cuerpo de Ramón Cañada, ese abogado listillo y presumido que alguien ha tenido a bien despachar de una forma, digamos espectacular, cuanto menos.

Con expresión que denotaba infinita paciencia, la doctora Martín Rivas escuchaba la lectura que su Señoría hacía del informe que ella misma había elaborado, y sus comentarios al respecto…