Olivos, almendros, encinas y pinos no resistieron la fuerza del fuego.
Sus ramas ahora son dedos de bruja que señalan un cielo estremecedor.
La misma negrura que habita en el alma de los incendiarios
la han sacado fuera y la han vomitado, derramándola en torno a sí.
No cantan los pájaros del bosque quemado.
Sus esqueletos frágiles se deshacen
y se esparcen como soplos en el aire ardiente.
Tremenda es la pena del monte arrasado.
No hay lágrimas que laven sus cenizas trágicas.
Millones las vidas pequeñas, sagradas, segadas,
retorcidas,
calcinadas en la más cruel de las muertes.
El humo aureola al bosque desierto,
que ya no tiene alma,
que no es ya ni bosque, porque lo han matado.
Pilar Monedero-Fleming
@MonederoFleming