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Llevo años esperando una Revolución que me devore…

(A hezmick, por el título)

La geomorfología de la ira,

de las placas tectónicas del odio

y el rencor poco a poco acumulado.

(Palabras, órdenes, desdenes

del desprecio enquistado y amargo).

Un día chocarán en el océano

las olas cubrirán la tierra

y quedará después

el agua quieta.

Abrázate entonces al cuello

del caballo herido,

como Nietszche,

y llora con él y con la bestia

invocando lucidez en la locura.

¡Arrebátale la fusta al que castiga

y no te importe herir

a aquél que piensa

que los demás no sienten!

Pilar Monedero-Fleming  @MonederoFleming

En Seco

El piso en que viven los miembros de la familia de Ernesto se halla situado en un inmueble que la incesante expansión urbanística de la ciudad ha convertido en “muy céntrico”, y por tanto se supone un enclave privilegiado dentro del casco urbano, gracias a lo cual no tiene una mala zona verde a la vista –los castaños de Indias, que van tirando como pueden en los alcorques de la acera, no cuentan-, y sus ventanas y terrazas tienen la suerte de abrirse sobre una arteria que, para ser está ciudad tan pequeña y supuestamente tranquila, goza de un tráfico endemoniado, pródigo en humos y en bocinazos de conductores con los nervios alterados.

Aparte de semejantes prebendas a domicilio, la familia de Ernesto se encontró hace unos días con que, al llegar a casa a la hora de comer, la abuela les esperaba en la cocina, plantada ante la vitrocerámica huérfana de pucheros y sartenes y el fregadero lleno de los cacharros sucios del desayuno, con ese brillo triunfal en los ojos que sólo se le pone a la abuela de Ernesto cuando se entera del óbito de alguien de su quinta, o cuando tiene ocasión de ser heraldo de malas nuevas. Conociendo, como conocía la familia de Ernesto, el monumental complejo de Casandra con el que la abuela gozaba abrumando al prójimo, enseguida le preguntaron, con bastante aprensión:

-¿Qué pasa, abuela? ¿Es que hoy no comemos?

Saboreando unos instantes la mala nueva que estaba a punto de dar, la abuela cruzó los brazos ante el busto, adoptando un aire adecuadamente solemne:

-Vosotros veréis… Esta mañana han cortado el agua, y sin agua no se puede guisar. No me ha dado tiempo siquiera de fregar los peroles y el “vedriao” de los desayunos.

-¡No hay agua! –exclamaron, cual coro griego acompañando el monólogo de su Casandra familiar, los miembros de la familia de Ernesto. Acto seguido se lanzaron cada uno hacia un grifo.

La madre de Ernesto se abalanzó sobre el del fregadero. ¡Ay! Ni gota ni gota.

El padre de Ernesto, que estaba deseando quitarse de encima el olor de la oficina, fue al cuarto de baño, abriendo ansiosamente el grifo del lavabo. Un funesto gruñido de aire saliendo por las cañerías fue lo que emitió ese grifo. Algo así como “glogloglo”, pero en seco.

Ernesto, con su hermana pequeña, Valentina, pegada a él como un sello (que era algo que “la enana” solía hacer mucho: pegarse a su hermano como un sello en cuanto tenía ocasión), acudieron al aseo, por si lo de no tener agua no era cierto, sino cosa de que la abuela hubiese perdido la cabeza.

“Glogloglo” les respondió el grifo, solidario con su compañero del baño.

Por su parte Fito, el yokshire terrier, se despepitaba ladrando ante aquellos extraños sonidos, poniendo su granito de arena p ara aumentar la confusión general.

Y así empezaron cuarenta y ocho horas en seco, en que la familia de Ernesto pudo saborear lo que tantos millones de semejantes gozan en este planeta todos los días de su vida: no disponer de agua corriente. Con el aliciente añadido de no saber cuánto iba a durar la situación, cosa que una vez pasadas las primeras veinticuatro horas a base de garrafas de agua mineral adquiridas en un supermercado cercano, empezó a hacerles mella.

Lo primero que se plantearon al inicio de aquella sequía doméstica fue encontrar la causa, el culpable más bien, de todo aquello. La madre de Ernesto, que tenía una bestia negra particular: las obras municipales, inmediatamente clamó contra el Ayuntamiento, en este caso, y por una vez, injustamente.

-No hija, no. Si sólo somos nosotros, los vecinos de esta casa, los que estamos sin agua –amplió información la abuela, disfrutando al prolongar su rato de protagonismo-. Ha venido hace un rato el presidente de la comunidad y me ha contado que se han reventado las cañerías de uno de los locales de abajo, y, ¡ya veis!, han tenido que cortar el agua, pero sólo a “nosotros”, a los del edificio. Todo el mundo tiene agua en el barrio… menos “nosotros”.

  Esa declaración, que les arrebataba hasta el dudoso consuelo del “mal de muchos”, todavía puso a todos más irritables, incluso a Fito, cuyos ladridos rozaban ya la histeria, y ya se sabe lo que atacan a los nervios de cualquiera los ladridos histéricos de un yorkshire terrier, que hasta se ponía a dos patitas para que se le oyera mejor.

-¡Va a ser cosa de las oficinas de ése especulador sin entrañas! –aventuró melodramática la madre de Ernesto, aludiendo a otra de sus bestias negras: un constructor que tenía el despacho justo en los bajos de la casa, y que tanto había hecho en connivencia con las sucesivas corporaciones municipales, desde tiempo inmemorial (los años setenta o así), para inflar la burbuja inmobiliaria local, provocando que los huertos y campiñas de la ciudad desapareciesen implacablemente bajo el cemento, el hormigón y el ladrillo; asó como reduciendo a escombros los edificios del siglo XIX o principios del XX que aún sobrevivían en la parte nueva, sustituyéndolos por horribles mamotretos, cuanto más altos mejor, que tunelaban las calles convirtiendo gran parte de la ciudad en oscura fea y triste, sin personalidad ni carácter.

-No Macarena, de las oficinas ésas no puede ser –razonó el padre de Ernesto, aun a riesgo de desilusionar a su esposa que ya iba a coger puerta y correr escaleras abajo para cantarle las cuarenta al insaciable depredador de la constructora-. ¿No ves que son un medio bajo? Tiene que ser de un local comercial.

-Algo me ha dicho el presidente de la comunidad de que las tuberías rotas están en la tienda de las cremas. –Con ello, seguramente se refería la abuela a la franquicia que una famosa marca de productos y tratamientos de belleza, presumiblemente francesa, tenía en los bajos del edificio.

-¡Mecagüen la madre que los parió! –exclamó Ernesto, que contaba con ducharse aquel día nada más comer, y ponerse como un pincel, porque había quedado con los colegas y con unas “pibitas” en los multicines, para la primera sesión.

-Supongo que ellos no tienen la culpa, Ernesto- le dijo su madre momentáneamente apaciguada con la identificación de unos posibles “culpables neutros”. Y dedicó sus energías a planificar la situación de catástrofe: “Estas garrafas para lavarse. Estas botellas para beber.”

El problema de la comida se resolvió momentáneamente de la siguiente manera: Ernesto, Valentina y su madre se fueron a comer al chino, “ya empezaré otro día la dieta de la alcachofa, qué se le va a hacer”, comentó la madre. La abuela y el padre no fueron, porque la comida china les despertaba turbios recelos, así que se quedaron en aquella casa llena de grifos que, en vez de agua, emitían sonidos misteriosos: “glogloglo”.

-Yo me frío un par de huevos con jamón, y al colesterol que le den por saco por un día- declaró el padre de Ernesto arremangándose la camisa-. Además, sartén más, plato menos, tampoco se va a notar tanto entre los cacharros sucios. ¿Te hago unos huevos con jamón a ti también, mamá?

-Quita, quita. Tomaré una miaja de fruta y alguna magdalena. Que a mi edad, hay que comer como un pajarito.

¡Pajaritos! El padre de Ernesto corrió a la terraza donde, en su jaula, de su dueño tal vez olvidados como el arpa de Bécquer, piaban  melodiosos sus dos canarios. Había que limpiar sin falta la jaula, los comederos, los bebederos… Y todo eso, sin agua corriente. Un auténtico desafío que el buen señor solventó gastando casi entera una garrafa de agua del Solán de Cabras, aprovechando que su mujer estaba en el chino y no podía verlo y reprocharle su conducta derrochadora. 

Transcurrió así el primer día en seco, y todos se fueron a la cama con la desagradable sensación que produce no haberse duchado, sino haberse lavado por partes en un barreño, como en la España de la postguerra.

Peor fue despertarse a la mañana siguiente, y constatar por el persistente “glogloglo” gaseoso que los grifos emitían al ser abiertos, que la situación seguía siendo tan de secano como el día anterior.

-Yo esto es que no lo aguanto. ¡Me voy a hacer el harakiri con el pelapatatas! –se lamentaba, dramática, la madre de Ernesto, deambulando por el piso con un vaso que contenía el culillo de agua que ella misma se había auto adjudicado para lavarse los dientes.

-Lo peor es que las dos cisternas de los váteres ya están vacías. ¡Ay los váteres! ¡Cómo están los váteres! –casi lloraba la abuela, porque una cosa es anunciar catástrofes en plan protagonista, y otra, sufrir en carne propia sus más escatológicos aspectos.

-Supongo que no pueden tardar en arreglar la avería –aventuró el páterfamilias, abusando de la colonia just for men para camuflar la falta de ducha.

-Pues yo tengo que bañar a Robi, que la pobre huele fatal –protestaba Valentina olisqueando a su cobaya.

“Guau, guau, guau” protestaba a su manera el perro. “Pío, pío, tralalá”, gorjeaban los canarios. “Glogloglo” persistían los grifos en su reseca cantinela. Robi, la cobaya, callaba discreta.

Casi cuarenta y ocho horas sin agua corriente. Cuando ya estaban considerando presentarse en masa en el domicilio de su parentela con su gel, su toalla y su champú, para hacer uso de la ducha ajena. “¡Qué vergüenza tan grande, tener que ir a ducharnos a casa de tu hermana!” decía la madre de Ernesto, que no se llevaba demasiado bien con su cuñada, empezaron a resonar por dentro las cañerías, inesperadamente animadas, y las cisternas de los váteres parecían recibir pequeños Niágaras ruidosos.

Al grito de “¡El agua, el agua, que ya tenemos agua!”, la familia en pleno se lanzó a abrir los grifos, y pudieron contemplar con arrobo como de ellos surgía un chorrito marrón, amenizado con pedorretas del aire contenido en los conductos.

Robi, que ya te puedo bañar! –exclamó Valentina.

–Dejad correr el agua, que se vaya limpiando- recomendó la madre.

-¡Por fin!  -suspiraron los demás.

–Ya veréis lo que es bueno como empiecen este verano las restricciones por la sequía- tuvo la abuela que decir la última y agorera palabra.

Por Pilar Monedero-Fleming  @Monedero-Fleming

Cántico de la bruja

                                          Cruzando los abismos sobre bestias aladas

desoyendo consejos de las voces sensatas

con los dardos del viento golpeando en mi piel.

Prosiguiendo mi viaje con feroz alegría

hasta llegar al prado donde todos concurren

a los sones hipnóticos de la flauta de Pan.

Con los faunos comparto los bailes y los cuencos

de licores preciosos del agua destilados

por las ninfas que moran

presas en manantiales

de los que sólo ahora les permiten salir.

Los guardianes gigantes, cuyo nombre se oculta,

se esconden en el bosque y no quieren mirar.

Les da miedo y vergüenza presenciar la alegría

de los que no pensamos, a fuerza de pensar.

Y sabemos sentirnos, tocarnos y mirarnos.

Y sabemos olernos como brotes tronchados.

Escuchamos al mirlo cuando muere la tarde,

mas los ruidos nocturnos nos hacen anhelar

cosas desconocidas,

cosas fuera del prado,

ocultas en estrellas

o en el sótano bajo

de la casa más vieja que se hunde en la ciudad.

 

(Pilar Monedero-Fleming)