La sillería del coro
de madera desgastada.
Delante y detrás, vitrales.
El aire,
lleno de música y contenido en las notas, vibra.
El organista que ensaya
se detiene en un descanso.
Un instante de silencio
oscurece las estatuas
que observan desde lo alto.
Los visitantes susurran
abrazados a sus cámaras
(los flashes están prohibidos
y el interior está oscuro).
Es un lugar tan solemne que los niños, sin poderse contener,
estallan inevitables en risas mal sofocadas.
El coro, nogal suave
brillante a fuerza de roces
recoge en sí al que se sienta
en su sillería imponente.
La tracería ojival se abre hacia
el cielo exterior, incierto
-abertura para adentro,
hacia un cerrado universo-.
Aquí ya no hay criptas
o alguien las oculta,
y los laberintos
están escondidos.
Pero las estatuas, quietas, guiñan los ojos a veces.
El que se fija lo ve.
Mientras el agua bendita
Secándose está en las pilas.
Tras los dedos de los fieles
se esfumará en una nube
blanca
de vapor secreto.